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"La infancia tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir; nada hay más insensato que pretender sustituirlas por las nuestras." - Jean Jacques Rousseau

domingo, 30 de junio de 2013

Capítulo 4

A las siete de la mañana fueron a tocar a su puerta y lo despertaron. Su cuarto compartía baño con otras dos habitaciones así que tuvo que esperar su turno, pues los otros chicos se habían levantado primero. Una vez listo bajó a desayunar. El comedor ahora se veía diferente, lleno de vida y voces alegres. Les sirvieron huevos revueltos con jamón y hotcakes. Se sentó al final de una de las mesas que estaba casi vacía. No lograba divisar ninguna cara conocida entre el bullicio de muchachos.
Unos minutos después un grupo de chicos de su edad llegó y se sentó en la mesa, rodeándolo y mirándola como a una nueva atracción en la feria.
Luis sintió un pequeño vuelco en el corazón, pero debía actuar de lo más normal para que no caer en el jueguito de ser "el nuevo".
--Hola—le dijo uno de ellos en inglés, tenía pinta de ser el líder de aquél grupito. Era un poco regordete, rubio, con una respingada nariz llena de pecas y de ojos claros
-- ¿Eres el nuevo, no? ¿De dónde eres?--dijo con una voz  entre agua y rasposa, con un inglés muy atropellado.
--De México—contestó él, también en inglés.
--¿En serio?—dijo el otro muchacho sorprendido, ya en español—también nosotros ¿Cómo te llamas?
--Luis--admitió, igual de sorprendido. Los dos niños, al ser rubios, no parecían mexicanos.
--¡Luis!—repitió el muchacho—Yo soy Omar, y ellos son Fred, Sergio, Pato y Diego, llevamos aquí una semana pero ya casi no queda ninguno de los que estaban cuando llegamos.
--Es lo malo de llegar en semana de idas y venidos—terció Pato. El chico era bajo y delgado, con cabello chino, piel aceitunada y ojos oliva. Tenía boca y dientes grandes y era de esos que parecía no poder estar quieto mucho rato, pues apenas se había sentado ya estaba en pie, llevándose bocados grandes a la boca y mirando para todos lados.
Ahora que se fijaba bien, el resto de los chicos no parecían tan extranjeros como Omar y de pronto, se sintió como en casa y aliviado de poder hablar español.
--Pocos se quedan más de tres semanas—dijo Luis—como quiera, dudo que hubiese alguien que conociera.
--¿Haz venido antes?—preguntó Omar alzando su cejas casi invisibles.
--Sí.
--bueno, entonces creo que convendrá que te juntes con nosotros hoy.
--Hoy ¿por qué?
--¡Por que hoy es día de Juegos Olímpicos!—dijo Pato casi saltando.
El día de Juegos Olímpicos no era más que un día en el que ponían a los chicos a hacer actividades deportivas separándolos en equipos de unos trece integrantes, más o menos.
--Bueno, por qué no—cedió Luis.
Terminaron el desayuno y se reunieron en el patio central con todos los demás. El lugar estaba lleno de niños desde los seis hasta los dieciocho años. El día de los Juegos era el único en el que se mezclaban de todas las edades, el resto de los días tomaban clases y hacían actividades separados según cuántos años tenían.
Los pusieron a hacer de todo: volleyball, carreras de obstáculos, basketball, baseball y cualquier cosa que incluyera una pelota.
A mitad del día Luis estaba deseando haber llegado un día después. No era terrible para los deportes, pero tampoco le volvían loco. Su pantalón se había llenado de tierra, el sol lo hacía sudar mares y su equipo iba perdiendo. Los mayores eran los únicos que parecían tomarse eso con humor, pero él ya estaba harto.
Había un chico de su edad con pinta de matón. No porque fuese más grande ni fuerte que los demás, sólo estaba un poco gordo, pero no demasiado. La cosa estaba en que se ponía loco cuando alguien fallaba al lanzar la pelota o al anotar una canasta.
--¡Muévanse! ¡Vamos, levántense! ¡Hagan algo!—se la pasaba gritando, aunque nadie le hacía mucho caso. Se iba con los pequeños y los amenazaba con golpearlos.
--Oye ¿cómo se llama ese tipo?—preguntó Luis a Sergio mientras jugaban un patético partido de fútbol. Los mayores se habían adueñado del balón y jamás lo pasaban a los chicos que sólo estaban parados en el campo, como monigotes inservibles que sólo hacían de adorno. El chico matón era el único que participa con los grandes y andaba mirando a los demás con rostro amenazador gritando que se apartaran del camino y otras palabras que ninguna madre quisiera escuchar salir de la boca de su hijo.
--Alfonso—dijo éste—está loco. Todo el tiempo anda amenazando a la gente y rompiendo lo que puede. Mejor ni te le acerques.
--¿Qué ha hecho?--inquirió de nuevo Luis, no con miedo, sino con curiosidad.
--Bueno, ¿ves a ese de ahi?--dijo Sergio señalando a un niño que parecía tener unos 8 años--tiene nuestra edad, pero ha que parece mucho más chico ¿no?
--Sí
--Bueno, pues por eso mismo a Alfonso se le hizo muy divertido tirarlo al lago hace una semana, cuando nos llevaron de picnic, pero el agua estaba heladísima y él no sabía nadar. Casi se muere.
Sergio se limpió el sudor de la frente, aquél día el sol era insufrible.
--Y a ese otro--dijo señalando a otro muchacho--le rompió un juego, sólo porque podía hacerlo.
--¿Y el otro no hizo nada?--preguntó Luis sorprendido.
--No, lo amenzó con golpearle y hacerle el resto de las vacaciones infernales.
--¡Pues que idiota!--afirmó Luis--yo le partía el culo a ese tipo se me hiciera eso.
Sergio se rió con burla.
--Si bueno, todos dicen eso hasta que les toca. 
Luis sólo negó con la cabeza, imaginando que él jamás se dejaría de un chico como Alfonso.
--Mira, Alfonso es un chico pesado, y si quisiera, te rompería una pierna.
--Si me dejo--dijo Luis, casi ofendiéndose.
--Anda, no te metas en problemas--en ese momento la pelota tocó los pies de Sergio, quien aprovechó para poder participar un poco en el partido y dejó sólo a Luis y sus pensamientos.

      No tenían que decirle eso, pero le daba tan mala leche, que si Alfonso lo provocaba, las cosas iban a terminar mal. Era en parte culpa de su hermano, Santiago, ya que le llevaba cinco años de diferencia y desde siempre se peleaban mucho, así que no le daba miedo ponerse con alguien como Alfonso.
El día pasó sin percance y se alegró cuando pudo ir a su habitación. Sus compañeros no estaban así que se dio un baño con tranquilidad y después se recostó en su cama.

        Rebuscó en sus maletas y encontró el libro que le acababan de comprar. Era un bello ejemplar ilustrado de La gema perdida. Leyó dos capítulos y después le vino el sueño.
Entonces se dio cuenta de que tenía esa amplia habitación para él solo y que podía disponer de cualquier cama porque no había compañero.

Se cambió de lugar y durmió en una cama diferente. Podía hacer lo que quería, de repente, se sintió el rey del mundo, al menos de su habitación, y unos minutos más tarde, soñaba tranquilamente algo que al día siguiente olvidó.

domingo, 23 de junio de 2013

Capítulo 3

         Ese año había una nueva directora en el Victoria Language Camp, pero a Luis no le importó que no fuese Judy—la de años anteriores—porque ésta estaba mucho más guapa.
Judy era más bien flaca y de ojos enormes, con dientes como de conejo y unas manos huesudas que parecían iban a romperse con sólo darle una apretón al saludarla, y unas uñas largas, como garras de buitre que seguro te podía clavar en la piel y hacerte sangrar.
        
         La directora nueva tenía unos ojos grandes y oscuros--pero no enormes, como los de Judy--una nariz afilada y recta al estilo de los romanos, cabello castaño que le caía alrededor de su perfilada cara aceitunada, unos labios rosáceos, ni muy grueso, ni muy delgados y unos pómulos altos y sonrosados que invitaban a charlar con ella. Llevaba una gorra roja puesta de lado que la hacía ver más guapa aún, con una sonrisa desenfada que le hizo creer a Luis que podía estarla mirando por horas y horas sin cansarse.
        
         Se llamaba Jenny--¿por qué siempre tenían nombres con J?--muy mona y amistosa, con una voz franca y llena de vida que le dio la bienvenida, le pidió su nombre completo y le explico la rutina que seguiría a partir del día siguiente: Los iban a despertar a las siete, desayunaban a las ocho, iban de paseo, regresaban al campus a comer, clases, horas libres y de regreso a dormir.
Sí, le contaría a Santiago que buena estaba su directora y se arrepentiría de haber preferido irse a España ese año.

        Le dieron la llave de su cuarto y le recogieron algunas cosas de valor que estaban prohibidas en el campus, se las otorgarían hasta el día de partir a casa, aunque Luis logró esconder su iPod dentro del pantalón, pues no iba a aguantar tantos días sin poder escuchar algo de música antes de dormir. Lo ayudaron con las maletas y lo dirigieron al comedor en donde le habían preparado una cena sólo para él.           Únicamente en casos de recién llegados hacían excepciones respecto al horario de las comidas. Era de lo más agradable tener para uno sólo tanto espacio en donde poder extenderse. Aunque ¿qué tenía el que extender? Nada, pero aún así.

         En época de clases el Victoria Language Camp era el campus de una universidad normal, pero en vacaciones, cientos de niños que podían venir de cualquier parte del mundo iban a quedarse ahí a aprender inglés y conocer la ciudad. La mayoría eran españoles, latinos y asiáticos, de vez en cuando había algún ruso o un alemán, aunque eran los menos. 
Había 8 edificios, 5 de ellos eran viejos, cómo estilo victorianos y parecían salidos de algún cuento de hadas, eran como pequeños castillos individuales. Los otros tres los habían construido no hacía mucho y tenían fachadas más aburridas y planas, como cualquier edificio común.

        Estaban separados por extensiones de  pasto de 7 metros aproximadamente, bueno, al menos eso calculaba Luis. Era un distancia retirada,  la primera vez que había estado ahí y no estaba familiariazado con el lugar se había perdido de camino a su dormitorio, cuando había salido de clases. Tres de los edificios eran de dormitorios: Los edificio A y B, era antiguos y de habitaciones compartidas, el C era más reciente y de habitaciones individuales, otro era el de la Dirección; otros tres, de salones de clase y el comedor, que era más bien un galerón enorme con filas de mesas de unos cuantos metros de largo, una barra en medio con ensaladas y cereales, una especie de escenario de apenas cincuenta centímetros de alto en donde había una mesa y un piano y detrás, la cocina. A la salida o entrada, según se le viera, había otra barra en donde dos cocinaras rusas servían la comida. Eran las mismas desde la primera vez que había visitado el campus, y probablemente llevaban años alimentando a los chicos que cada verano pasaban sus vacaciones en el Language Camp. El comedor era el mejor sitio de todo el lugar, aunque la comida no era muy buena y siempre era el mismo desayuno—huevos y jamón y hot cakes o huevos y jamón y waffles, o huevos, salchichas y waffles o hot cakes.—era enorme, era casi una réplica exacta del comedor de Hogwarts, excepto sin el techo mágico.

        Frente del campus había un parque grandísimo—que era el segundo mejor lugar en el campus, aunque no fuera propiamente parte de éste--y en el parque, una colina y detrás de la colina no había nada- Por eso, no les dejaban ir ahí después de que oscurecía. 
Luis siempre se preguntaba que podía haber ahí detrás. ‘Nada’ no podía ser lo que había, forzosamente debía encontrarse con ‘algo’ , ya fuese aburrido o interesante. 
'Nada' era lo que su madre le contestaba cuando le preguntaba si algo pasaba, 'nada' era lo que le respondía  Santiago cuando le preguntaba por algo que no entendía. Siempre debía haber algo, aunque no supiera qué era. 
Cada vez que miraba al horizonte, la duda le carcomía, al mirar como ante sus ojos se levantaba ese montículo de pasto que sin duda dabía dar con algún lugar. Antes había querido explorar, pero el trecho de un lado a otro era bastante largo y jamás había avanzaba más de la mitad. Era lo que intentaba cada verano, aunque nunca había éxito en aquella empresa.

        Después de cenar un buen trozo de pizza, caliente y con el queso derretido,  le llevaron a su cuarto, en el edificio B. Era espacioso y al ser compartido había doble de todo: cama, armario, cómoda, escritorio y lámparas. Se preguntó quién sería su compañero. No era exigente, ya le había tocado otras veces compartir, sólo esperaba que fuese un chico limpio y que le molestara o intentara meterse con él.

         Había sido un día muy largo y cansado que llegaba a su fin. En cuánto su cuerpo se puso en contacto con el colchón, se percató de lo exhausto que estaba. Comenzó a llover y las gotitas repiqueteaban en la ventana, llegaba a sus oídos el eco que hacían al tocar el piso y penetrar la tierra. Se dejó llevar por ese sonido arrullador, por las hojas de los árboles que el viento movía y hacía chocar con el edificio. Imagino lo frío que estaba afuera y lo resguardado que él se encontraba bajo esa manta de lino y esas sábanas blancas que olían a estar recién sacadas de la lavandería. Sin mucho esfuerzo, el sueño pronto lo atrapó. 

sábado, 8 de junio de 2013

Capítulo 2

Llegó el día de abordar el avión, cayó un domingo, lo que le parecía bastante conveniente ya que así no tendría que ir a la iglesia. Le aburría mucho, y también a su madre y a su padre y a Santiago, pero iban. La única explicación que le deba su madre era porque a veces se tenían que hacer cosas que no nos gustaban. "Es así Luis, y deja de quejarte". Menuda justificación. Le parecía que todos a su alrededor eran muy tontos, pero él no podía decirles lo tontos que eran, sólo por ser mayores.
Bueno, como quiera, lo habían levantado a las cinco para ir al aeropuerto. Por ser domingo y ser tan temprano llegaron en treinta minutos, algo extremadamente raro en el Distrito Federal.
No estaba muy emocionado cuando le dijeron que pasaría tres semanas en Canadá –otra vez—pero lo cierto es que al llegar con sus maletas y recorrer las salas y pasillos del aeropuerto lo fueron haciendo cambiar de opinión. Además, Canadá era un lugar bonito, limpio y seguro y tal vez vería a algún amigo hecho las vacaciones pasadas, aunque era poco probable, casi ninguno regresaba dos veces seguidas al campamento.
El aeropuerto le aburría, pero también le gustaba. Escuchar gente de todos lados hablando idiomas que no entendía, ver de vez en cuando cómo todo mundo se abalanzaba sobre algún famoso que llegaba, y sobre todo, después de una larga espera de horas y horas que parecían no terminar, escuchar esa voz que decía “pasajeros a bordo”.
Había ido tantas veces que ya sabía el camino casi de memoria. Todo estaba inusualmente tranquilo, pero era por la hora. Se fue adormilando de nuevo y le pidió a su madre si podían regresarse a la casa, porque el sueño comenzaba a pescarle.
Ella reía.
Risa, pero no una respuesta. Odiaba que lo ignoraran, que lo trataran como a un niño pequeño cuando ya era grande. Tenía once años casi recién cumplidos, lo suficiente para entender cosas de adultos y saber cómo llegaban los bebés al mundo. No era un ignorante de la vida, pero nadie se daba cuenta de eso.
Documentó su equipaje, su madre lo acompañó hasta la entrada de las salas de abordaje y le dio más recomendaciones sobre cuidar el dinero, lavarse bien tras las orejas y no separarse del grupo.
--Seguro haces muchos amigos, cariñito, luego nos contarás. Tú y Santiago tendrán mucho que platicarnos cuando las vacaciones terminen. Anda ahora vete y pórtate bien.
Le dio un beso en la frente, dejándole una marca roja de labial carmesí.
--Adiós, mamá.
Entró a la sección de la aerolínea que le tocaba y se puso los audífonos, esperando que la batería aguantara hasta que el avión despegara.
Estaba sólo y comenzaba a desesperarse. Pronto llegó una familia de obesos y esperó que no le tocara sentarse junto a ninguno de ellos. Después una pareja de viejitos. Luego una señora con un bebé y su esposo. Unos jóvenes como de veinte años y así, la sala se fue llenando.
Había otros chicos de su edad, pero iban con sus padres. no veía a nadie con gafete. Casi todos los que viajaban a campamentos se ponían un gafete que decía a cuál campamento iban y era común encontrarse al menos un par de ellos, pero él era el único.
¿y si su madre se había equivocado? Y si su avión había abordado un día antes o abordaba un día después, entonces tendría que dormir ahí y esperar más eternidad. Comenzó a angustiarse y a cruzar los dedos para que la fecha fuese la correcta.
Al medio día anunciaron la salida del vuelo y por fin pudo abordar sin ningún problema. Ahora creía que él era el único chico que iría ese año al campamento y estaría todo un poco solitario y aburrido.
El viaje era su parte favorita, estar en el avión, él solo con sus pensamientos. Sin nadie que lo regañara o le dijera que ya debía dormir. A pesar de todo, el sueño lo venció y cuando despertó ya estaban por aterrizar.
Ahora venía esa parte que le ponía nervioso. Que lo registraran, que le dejaran pasar con sus maletas, que no encontrar algún arma que alguien más, deliberadamente, hubiese metido en sus pertenencias para que tuvieran que deportarlo. Todo eso podía pasar, o podía decir mal una palabra y lo confundirían con un ilegal y entonces no vería de nuevo a sus padres, ni a Santiago, ni los chicos de la escuela. Por tener cabello rubio y tes blanca muchos pensaban que era americano o de algún otra parte y eso le aliviaba un poco.
Pasó cada prueba sin problemas, con la maestría de un viajero experimentado y al final salió victorioso. Después de todo, había una chica con gafete esperándolo en una de las salidas y supo que de ahora en adelante la peor parte había terminado. Tomaron un taxi y se dirigieron al colegio en donde pasaría las próximas tres semanas alojándose.

Vio la ciudad, los altos edificios, las calles limpias, chicos patinando, viejas construcciones al estilo victoriano. Cada vez que volvía sentía que era la primera vez que estaba ahí. Todo era tan diferente al lugar en donde había nacido y crecido, y todo el mundo parecía estar siempre feliz y de buen humor. Así eran los canadienses, tan alegres.

Capítulo 1

Eran mediados de julio, todavía tenía por delante seis semanas de vacaciones y se iría de campamento.

No tenía muchas ganas de irse, pero tampoco de quedarse.