A las siete de la mañana fueron a tocar a su puerta
y lo despertaron. Su cuarto compartía baño con otras dos habitaciones así que
tuvo que esperar su turno, pues los otros chicos se habían levantado primero.
Una vez listo bajó a desayunar. El comedor ahora se veía diferente, lleno de
vida y voces alegres. Les sirvieron huevos revueltos con jamón y hotcakes. Se
sentó al final de una de las mesas que estaba casi vacía. No lograba divisar
ninguna cara conocida entre el bullicio de muchachos.
Unos minutos después un grupo de chicos de su edad llegó y se sentó en la mesa, rodeándolo y mirándola como a una nueva atracción en la feria.
Luis sintió un pequeño vuelco en el corazón, pero debía actuar de lo más normal para que no caer en el jueguito de ser "el nuevo".
Luis sintió un pequeño vuelco en el corazón, pero debía actuar de lo más normal para que no caer en el jueguito de ser "el nuevo".
--Hola—le dijo uno de ellos en inglés, tenía pinta
de ser el líder de aquél grupito. Era un poco regordete, rubio, con una respingada
nariz llena de pecas y de ojos claros
-- ¿Eres el nuevo, no? ¿De dónde eres?--dijo con una voz entre agua y rasposa, con un inglés muy atropellado.
-- ¿Eres el nuevo, no? ¿De dónde eres?--dijo con una voz entre agua y rasposa, con un inglés muy atropellado.
--De México—contestó él, también en inglés.
--¿En serio?—dijo el otro muchacho sorprendido, ya
en español—también nosotros ¿Cómo te llamas?
--Luis--admitió, igual de sorprendido. Los dos niños, al ser rubios, no parecían mexicanos.
--¡Luis!—repitió el muchacho—Yo soy Omar, y ellos
son Fred, Sergio, Pato y Diego, llevamos aquí una semana pero ya casi no queda
ninguno de los que estaban cuando llegamos.
--Es lo malo de llegar en semana de idas y
venidos—terció Pato. El chico era bajo y delgado, con cabello chino, piel
aceitunada y ojos oliva. Tenía boca y dientes grandes y era de esos que parecía
no poder estar quieto mucho rato, pues apenas se había sentado ya estaba en
pie, llevándose bocados grandes a la boca y mirando para todos lados.
Ahora que se fijaba bien, el resto de los chicos no parecían tan extranjeros como Omar y de pronto, se sintió como en casa y aliviado de poder hablar español.
Ahora que se fijaba bien, el resto de los chicos no parecían tan extranjeros como Omar y de pronto, se sintió como en casa y aliviado de poder hablar español.
--Pocos se quedan más de tres semanas—dijo Luis—como
quiera, dudo que hubiese alguien que conociera.
--¿Haz venido antes?—preguntó Omar alzando su cejas
casi invisibles.
--Sí.
--bueno, entonces creo que convendrá que te juntes
con nosotros hoy.
--Hoy ¿por qué?
--¡Por que hoy es día de Juegos Olímpicos!—dijo Pato
casi saltando.
El día de Juegos Olímpicos no era más que un día en
el que ponían a los chicos a hacer actividades deportivas separándolos en
equipos de unos trece integrantes, más o menos.
--Bueno, por qué no—cedió Luis.
Terminaron el desayuno y se reunieron en el patio
central con todos los demás. El lugar estaba lleno de niños desde los seis
hasta los dieciocho años. El día de los Juegos era el único en el que se
mezclaban de todas las edades, el resto de los días tomaban clases y hacían
actividades separados según cuántos años tenían.
Los pusieron a hacer de todo: volleyball, carreras
de obstáculos, basketball, baseball y cualquier cosa que incluyera una pelota.
A mitad del día Luis estaba deseando haber llegado
un día después. No era terrible para los deportes, pero tampoco le volvían loco. Su pantalón se había llenado de tierra, el sol lo hacía sudar
mares y su equipo iba perdiendo. Los mayores eran los únicos que parecían
tomarse eso con humor, pero él ya estaba harto.
Había un chico de su edad con pinta de matón. No
porque fuese más grande ni fuerte que los demás, sólo estaba un poco gordo, pero no demasiado. La cosa estaba en que se ponía
loco cuando alguien fallaba al lanzar la pelota o al anotar una canasta.
--¡Muévanse! ¡Vamos, levántense! ¡Hagan algo!—se la
pasaba gritando, aunque nadie le hacía mucho caso. Se iba con los pequeños y
los amenazaba con golpearlos.
--Oye ¿cómo se llama ese tipo?—preguntó Luis a
Sergio mientras jugaban un patético partido de fútbol. Los mayores se habían adueñado del balón y jamás lo pasaban a los chicos que sólo estaban parados en el campo, como monigotes inservibles que sólo hacían de adorno. El chico matón era el único que participa con los grandes y andaba mirando a los demás con rostro amenazador gritando que se apartaran del camino y otras palabras que ninguna madre quisiera escuchar salir de la boca de su hijo.
--Alfonso—dijo éste—está loco. Todo el tiempo anda
amenazando a la gente y rompiendo lo que puede. Mejor ni te le acerques.
--¿Qué ha hecho?--inquirió de nuevo Luis, no con miedo, sino con curiosidad.
--Bueno, ¿ves a ese de ahi?--dijo Sergio señalando a un niño que parecía tener unos 8 años--tiene nuestra edad, pero ha que parece mucho más chico ¿no?
--Sí
--Bueno, pues por eso mismo a Alfonso se le hizo muy divertido tirarlo al lago hace una semana, cuando nos llevaron de picnic, pero el agua estaba heladísima y él no sabía nadar. Casi se muere.
Sergio se limpió el sudor de la frente, aquél día el sol era insufrible.
--Y a ese otro--dijo señalando a otro muchacho--le rompió un juego, sólo porque podía hacerlo.
--¿Y el otro no hizo nada?--preguntó Luis sorprendido.
--No, lo amenzó con golpearle y hacerle el resto de las vacaciones infernales.
--¡Pues que idiota!--afirmó Luis--yo le partía el culo a ese tipo se me hiciera eso.
Sergio se rió con burla.
--Si bueno, todos dicen eso hasta que les toca.
Luis sólo negó con la cabeza, imaginando que él jamás se dejaría de un chico como Alfonso.
--Mira, Alfonso es un chico pesado, y si quisiera, te rompería una pierna.
--Si me dejo--dijo Luis, casi ofendiéndose.
--Anda, no te metas en problemas--en ese momento la pelota tocó los pies de Sergio, quien aprovechó para poder participar un poco en el partido y dejó sólo a Luis y sus pensamientos.
No tenían que decirle eso, pero le daba tan mala
leche, que si Alfonso lo provocaba, las cosas iban a terminar mal. Era en parte
culpa de su hermano, Santiago, ya que le llevaba cinco años de diferencia y
desde siempre se peleaban mucho, así que no le daba miedo ponerse con alguien
como Alfonso.
El día pasó sin percance y se alegró cuando pudo ir
a su habitación. Sus compañeros no estaban así que se dio un baño con
tranquilidad y después se recostó en su cama.
Rebuscó en sus maletas y encontró el libro que le
acababan de comprar. Era un bello ejemplar ilustrado de La gema perdida. Leyó dos capítulos y después le vino el sueño.
Entonces se dio cuenta de que tenía esa amplia
habitación para él solo y que podía disponer de cualquier cama porque no había
compañero.
Se cambió de lugar y durmió en una cama diferente.
Podía hacer lo que quería, de repente, se sintió el rey del mundo, al menos de su habitación, y unos
minutos más tarde, soñaba tranquilamente algo que al día siguiente olvidó.